Tortura y fabricación de delitos a indígenas en Chiapas, la herida que no cicatriza 

Author: Christian González |

Por Christian González | Border Center For Journalists and Bloggers

marzo 10, 2022 | 2:45 pm

Este reportaje es parte del Hub de Periodismo de Investigación de la Frontera Sur, un proyecto del Border Center for Journalists and Bloggers

En Chiapas, la fabricación de delitos y la práctica de tratos crueles e inhumanos han sido el binomio perfecto en detrimento de la población más vulnerable, los indígenas.

Entre los años 2010 y 2021, la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH) de esa entidad del sureste mexicano recibió 266 quejas por abusos y tortura en contra de personas de pueblos originarios.

De esta cifra, 145 quejas fueron presentadas contra policías estatales, 116 contra municipales y 9 contra elementos federales, según consta en la respuesta del organismo a una solicitud de información vía Plataforma Nacional de Transparencia (PNT).

Pese a la gran cantidad de casos, la CEDH sostuvo en respuesta a otra petición de información con folio 070136421000028, que en ese lapso sólo ha emitido cinco recomendaciones, una en 2016, dirigida a la Procuraduría General de Justicia del Estado, hoy Fiscalía General (FGE).

En 2019, emitió dos recomendaciones más que incluían a la FGE, a las secretarías General de Gobierno y a la de Seguridad y Protección Ciudadana, así como a la Presidencia Municipal de San Cristóbal de Las Casas. En el 2020 emitió otro par a la mencionada Fiscalía, mientras que el año pasado no hubo ni una.

A Francisco Espinosa Hidalgo, indígena tsotsil originario del municipio de Venustiano Carranza, ubicado en la región De los Llanos, Chiapas, le cuesta escuchar y ver, tampoco puede moverse bien. El 29 de mayo de 2015, entre 8 y 9 policías lo detuvieron y lo torturaron física y psicológicamente.

El hombre, de tez morena, con cabello y bigote entrecanos, apenas había salido de su casa con rumbo a otra propiedad cercana en donde efectuaría una limpieza y fumigación, cuando “el infierno” comenzó.

Según la víctima, los elementos lo subieron a la góndola de una camioneta blanca, en donde lo colocaron boca abajo, lo pisaron, le brincaron encima, le propinaron puñetazos y patadas y, además, le advertían que la orden era matarlo.

Durante el trayecto hacia Chiapa de Corzo, Francisco estaba casi inconsciente, pero lograba escuchar todo lo que los agentes decían. De hecho, contó, la intención era llevarlo al domicilio de un conocido líder cañero de la zona y excandidato a gobernador, Jesús Alejo Orantes Ruiz, mejor conocido como “Chus” Orantes, de quien supo, tenía la intención de golpearlo más hasta quitarle la vida, pero la decisión cambió.

Conforme a su versión, uno de los policías insistía en que el “patrón” deseaba que lo llevaran a su casa, pero como fueron vistos por otras personas en el lugar donde lo aprehendieron, desistieron.

En la Comandancia de esta última localidad, situada a 10 kilómetros de la capital chiapaneca, don Francisco fue presentado ante un alto mando policiaco, quien le lanzó una serie de cuestionamientos para inculparlo de un ilícito en el que no incurrió: robo a casa habitación.

Recuerda que, como su rostro estaba cubierto con su propia playera forzado por los agentes, no percibía bien con quién hablaba, sin embargo, tenía que contestar lo que le preguntaban. El comandante le advirtió que tuvo suerte, pues si lo hubieran hallado en el campo, sin testigos, lo hubieran asesinado.

Por horas, la víctima permaneció en un cuarto pequeño en donde había una mujer de alrededor de 35 años que fungía como secretaría y tomaba nota de la “declaración”.

El comandante insistía en que el labriego poseía armas y que era responsable de lo que lo acusaban. Como Francisco negaba su culpabilidad, dos hombres corpulentos llegaron para continuar con la tortura, pero antes le exigieron que se desnudara.

“Me golpearon como 100 veces en mis hombros, y luego me patearon en la espalda, columna, en mi cadera, ¡y bueno!”, rememora con voz pausada, pues el año pasado fue sometido a una cirugía de próstata, problema de salud que arrastra desde hace al menos una década y que, de acuerdo con él y sus familiares, empeoró con la tortura que sufrió.

El nivel de tortura escaló más alto: el mismo comandante le colocó un envoltorio en sus manos, para obligarlo a confesar que era una bomba: “Me decía: ‘ahora dime qué es eso’, pero no sabía qué decirle”. Como no “cooperaba”, el jefe policiaco amagó con darle toques eléctricos en los ojos.

Sin embargo, casi de inmediato, y enfurecido porque Francisco no abonaba a sus intereses, les ordenó a sus dos ayudantes que continuaran con los golpes y “picotazos”, pero fue con las descargas eléctricas en los ojos, oídos y otras partes de su cuerpo que el hombre, en ese entonces de 67 años de edad, ya no soportó y se desvaneció.

Cuando despertó, ya había sido encerrado en el Centro Estatal para la Reinserción Social de Sentenciados (CERSS) número 14, conocido como “El Amate”, en la ciudad de Cintalapa, a casi 80 kilómetros de Tuxtla Gutiérrez, capital de Chiapas.

Con base en la carpeta de investigación, Francisco Espinosa fue señalado de saquear la vivienda de un lugareño identificado como Sebastián de la Torre Gómez, en un hecho supuestamente ocurrido el 21 de marzo de 2015 y en el que estarían involucradas 11 personas más, a quienes también les giraron órdenes de aprehensión.

Sin embargo, en realidad el problema se suscitó porque, tras un acuerdo entre comuneros de no continuar con unas obras de cuartos que les otorgaron como parte de un programa gubernamental, decidieron desconocer a Sebastián como parte del grupo por no respetar el mismo.

Inclusive, esta última provocó una riña en la casa de donde, cada semana los pobladores organizados celebraban juntas en el barrio El Convento para trabajos comunales, como limpiar potreros, reparar alambrados u otras actividades relacionadas al campo.

Por ello, y enojado ―aclara Francisco Espinosa― Sebastián de la Torre confabuló con el comisariado ejidal para culparlos del delito porque se molestó que las autoridades de su barrio lo hayan desconocido como parte del mismo, luego de no acatar la orden de no continuar con los trabajos de los cuartos.

Pese a que Francisco no estuvo presente en el desalojo de la vivienda de Sebastián, la acusación por robo a casa habitación no se detuvo y lo llevó a vivir un infierno.

En la cárcel fueron registradas las lesiones que presentaba en el cuerpo, entre ellas, siete cicatrices que se dibujaban en su columna.

Tras estar cuatro meses en el área de enfermería, donde la atención fue precaria, fue cambiado a una celda del módulo conyugal. Para ello su familia pagó 35 mil pesos a uno de los “precisos” o “jefes” que, según la misma víctima, son reos que se dedican a extorsionar a sus compañeros, en contubernio con el director del penal.

Francisco veía complicada su salida del reclusorio, sobre todo cuando aparece Andrés “N”, su abogado de oficio, quien en todo momento puso en duda su inocencia.

En distintas ocasiones Francisco fue movido a otros cuatro o cinco módulos con el mismo procedimiento: sus cuatro hijas se movieron para conseguir otros 80 mil pesos. Era la cuota, no sólo por darle algunos “privilegios” a su padre, sino para que estuviera a salvo, es decir, que nadie lo tocara.

Casi tres años después, el 21 de septiembre de 2018, Francisco quedó en libertad porque no le comprobaron el delito. No obstante, cada cierto periodo, tiene que acudir al Juzgado de Venustiano Carranza a firmar, pues su proceso continúa.

Esta situación, cuenta por su parte Otila Espinosa, ha sido tediosa, porque además hay una demanda en contra de dos de los policías torturadores de su padre, pero las audiencias se han postergado con el argumento de que se vive una pandemia.

Tan atrasado va ese tema, dice, que ni siquiera “hay luz verde” con la etapa inicial, y el único que se ha presentado es uno de los imputados por tortura, de apellido Vilchis, mientras el otro, “o se enferma, que le dio Covid, y hasta donde supimos, lo detuvieron, está preso por otro delito”.

Por medio de la solicitud de transparencia con el folio 070136721000070, la misma FGE respondió que, de enero de 2015 a noviembre de 2021, inició 256 averiguaciones previas en contra de elementos o servidores públicos señalados por cometer tortura en contra de población indígena.

Es decir, en 2015 registró 8; un año después sumó 27, para 2017 fueron 29, en 2018 alcanzó 31, en 2019 contabilizó 97, para 2020 otras 35; y de enero a octubre de 2021, fueron 29. En la misma petición, reconoce que sólo 20 de las víctimas son de etnia indígena (en 2015 y 2016 no presenta casos en contra de indígenas).

La Relatoría Especial “Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes” de Naciones Unidas, detalla que la tortura “se utiliza predominantemente desde la detención y hasta la puesta a disposición de la persona detenida ante la autoridad judicial, y con motivo de castigar y extraer confesiones o información incriminatoria”.

Sin embargo, en el año 2008, la justicia, no sólo en Chiapas, sino en todo en México, comenzaba a dar un giro de 180 grados con la entrada del Nuevo Sistema de Justicia Penal Acusatorio que, a la letra, abonaría en gran medida para acabar con el viejo sistema y las prácticas abusivas de quienes lo conformaban y, sobre todo, dejar de fabricar “presuntos culpables”.

Mientras que para el 2017, entraría en vigor la Ley para Erradicar y Prevenir la Tortura, la cual prohíbe absolutamente esta práctica, la imprescriptibilidad del delito, la inadmisibilidad y la nulidad de pruebas ilícitas, el indulto y amnistía a los perpetradores de tortura que estén procesados o sentenciados, entre otros.

Incluso en 2014, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) publicó el “Protocolo de actuación para quienes imparten justicia en asuntos que involucren hechos constitutivos de tortura y malos tratos”, aunque tiempo después emitió una nueva versión, es decir mejorada.

Este último documento, advirtió Arturo Saldívar, presidente de la SCJN y del Consejo de la Judicatura Federal, es esencial para aquéllos dedicados a la función jurisdiccional, defensa de los derechos humanos, actividad docente, entre otros.

No obstante, mucho antes, el 10 de diciembre de 1984, hubo otro avance en la materia: cerca de 172 países ratificaron la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes.

Así también, la fracción VIII del apartado A del artículo segundo de la Constitución, en el ámbito de la justicia estatal, establece algo importante: “Es la prerrogativa de quienes se autoadscriben como indígenas, que sus especificidades y sistemas normativos, costumbres o derecho consuetudinario sean tomados debidamente en consideración cuando les sea aplicada la legislación nacional”.

Pedro Faro Navarro, director del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas (Frayba), agrupación que ha documentado y acompañado desde hace más de tres décadas casos de personas torturadas, considera que, pese al andamiaje legal que se ha construido en torno a este tema, y más aún, el inherente a los derechos de quienes forman parte de los pueblos indígenas, la tortura sigue siendo una práctica sistémica y sistemática.

Esa práctica ilegal en detrimento de los pueblos originarios, agrega, también se basa en una discriminación profunda, por las desventajas ante el acceso a las posibilidades de defensa y acceso a la justicia.

“Cada caso que hemos documentado, que se trata de pueblos originarios, la mayoría está plagado de violaciones al debido proceso. No se les garantizan los mínimos mecanismos para la defensa”, ataja.

A finales del año 2014, Víctor Hernández Gómez se vio obligado a dejar su tierra, Ocotepec, uno de los municipios con mayor pobreza en la región zoque de Chiapas, para emprender un viaje de trabajo a Oaxaca.

El trabajo en el campo en su pueblo ya no era suficiente para alimentar a su esposa, a su madre y a sus cinco hijos, la mayoría de los cuales presentaban un serio problema de desnutrición.

Lo que en un principio era motivación, de un momento a otro cambió a tragedia. Una vez que estaba en esa entidad, policías de esa región lo detuvieron porque su nombre aparecía en el sistema como prófugo de la justicia por el delito de un homicidio cometido el 1 de noviembre del año 2000, en agravio de una persona llamada Raquel Guillén Santiago.

Víctor, cien por ciento hablante de su lengua materna, el zoque, nunca entendió lo que ocurría, pues el español era un lenguaje lejano para él; de hecho, una vez que fue puesto en manos de la justicia chiapaneca, no se le proporcionó un traductor que le explicara sobre el homicidio ocurrido en la localidad de Villacorzo, Chiapas.

Francelia Estrada Valdez, abogada sinaloense especialista en derechos humanos tomó su caso sin titubear y de inmediato descubrió que al indígena le habían violado todos sus derechos.

En primer lugar, evidencia la litigante, se cometió un grave error: la entonces Procuraduría General de Justicia del Estado, hoy FGE, provocó que lo mantuvieran un año y ocho meses en el Centro Estatal de Reinserción Social (Cereso) número 8 de Villaflores.

La segunda advertencia argumentada por ella, es que el propio papá de la víctima, ejecutada de cuatro disparos con un arma de fuego calibre .22, aseguraba que Víctor, el indígena zoque, no era el responsable del crimen, sino que el verdadero asesino estaba identificado, y se llamaba Víctor Manuel Hernández Gómez, originario de Villacorzo.

“Batallé mucho para comunicarme con él. Me decía que lo único que sabía es que estaba ahí porque el Ministerio Público lo había acusado”, recuerda.

Desde que fue detenido, a Víctor no le brindaron una defensa adecuada, pues los abogados de oficio que le designaron no investigaron casi nada.

Francelia Estrada argumenta que tuvieron que dar muchas vueltas y hacer “un abanico” de trámites: apelar, acudir a la CEDH, al hoy extinto Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred), e incluso ampararse luego de que le “rebotaran” la apelación (la cual le aceptaron después). En medio de ese vaivén legal, la Procuraduría se desistió de la acción penal.

“Lo que hace (la Fiscalía General del Estado) es que, cuando ve que no existen elementos, entran al estudio del expediente y el MP (también) se da cuenta que no existen elementos para culpar a una persona, entonces, como una alternativa, se desisten”, reafirma.

Pese a que Víctor logró su libertad, el daño era irreparable. Además, confiesa la abogada, no se trató de una sentencia absolutoria que, para ella, sería un procedimiento más limpio.

Otra cuestión que también pone “en tela de juicio” es que, si el padre de la víctima identificaba al victimario, por qué aún la FGE no investiga sobre su paradero y lo detiene.

“No sabemos si ese expediente se fue a archivo, si ese expediente tiene un archivo definitivo o un archivo temporal. No sabemos si se sigue investigando, no sabemos si lo tomaron como prescripción; no sabemos absolutamente nada”, reconoce Francelia Estrada, quien lamenta que durante este proceso ella fuera víctima de amenazas de muerte y acoso, sobre todo, por internet.

De acuerdo con la abogada, la tensión era constante, pues estaba consciente de que había tocado “fibras sensibles” del sistema, y que ella en ese momento era como una “piedra en el zapato”.

Tras salir de prisión, Víctor lo único que quería era estar en paz, trabajar y pagar las deudas que se le habían generado durante el lapso de encierro.

Según la especialista en derecho penal, el indígena zoque estaba destrozado en la cuestión mental.

A pesar de todo, hubo algunos avances en su caso. Aunque en una primera ocasión la CEDH desestimó que hubo violaciones a sus derechos humanos, luego reculó y emitió una recomendación. Incluso, Víctor aún está “en lista de espera” en la Comisión Ejecutiva Estatal de Atención de Víctimas para que le resarzan el daño.

Además, y de forma discreta, se le ofreció una disculpa pública en su municipio, lo que para su abogada no fue una acción válida; “se agradece y todo, pero acá le corresponde al Estado”, revira.

De acuerdo con el informe del “Frayba” denominado “Romper el miedo”, que contempla cifras de 2018 al primer semestre de 2019, existe un registro de 98 casos de tortura distribuidos en poco más de 25 municipios. De esa cantidad, advierte, 48 correspondían a pueblos indígenas, la mayoría tseltales y tsotsiles.

En datos proporcionados por su director, Pedro Faro, se admite que sólo en el 2021 sumaron otros 30 casos (más otros 30 vigentes que atendían en ese momento).

De hecho, señala, todos ésos tienen potencial de litigio, “pero lo complicado es que tendríamos que tener un bufet jurídico nada más para litigar los casos de tortura”.

De los más de 5 millones de ciudadanos que habitan en Chiapas, cerca de un millón 141 mil pertenecen a poblaciones indígenas.

Esta cifra coloca a este estado entre los primeros lugares a nivel nacional en cuanto a mayor población indígena. Asimismo, se desprenden una docena de lenguas, cada una con sus diferentes variantes: mame, ch’ol, chuj, lacandón, tojolabal, tseltal, tsotsil, zoque, kanjobal, kakchikel, jacalteco y mochó.

El desconocimiento del español se suma a la imposibilidad de acceso a la justicia de este sector. Prueba de ello, es que la Fiscalía General del Estado (FGE) solo cuenta con 9 traductores o intérpretes en tseltal, tsotsil, tojolabal y cho’l, por lo que prácticamente quedan relegadas 8 lenguas y, por si fuera poco, sus respectivas variantes dialectales.

El organismo que padece aún más esta situación es la propia CEDH. Según Graciela Guadalupe Velasco Cordero, directora de Seguimiento de Recomendaciones y Atención a Grupos en Situación de Vulnerabilidad de esa instancia, para recibir las quejas o denuncias solamente cuenta con una psicóloga que habla el tseltal.

Pese a estas limitantes, considera que, como organismo autónomo tratan de mantener una comunicación clara con la víctima desde el primer momento, “porque a veces ellos no saben que fueron víctimas de una tortura; saben que fueron golpeados, pero no saben el término”.

Para darles una atención completa, añade, “se piden dictámenes, se checa la carpeta o el registro de atención, o la carpeta de investigación o lo que haya sucedido, para poder integrar este expediente”.

Ramiro Gómez, periodista originario del municipio zoque de Copainalá, lamenta que en esas instancias no se les dé importancia a los pueblos originarios, y más cuando se trata de acceso a la justicia.

Él habla zoque y español, por lo que desde 2010 ha acompañado al menos una docena de casos de personas que tienen que enfrentarse a distintos problemas, desde penales hasta agrarios, y se ha dado cuenta de que a los indígenas “los tratan como quieren”.

De hecho, Ramiro fue de mucha ayuda para la abogada Francelia Estrada durante el proceso penal de Víctor Hernández Gómez, encarcelado por un “error por homonimia”, pues con la ayuda del periodista lograron tener una buena comunicación para alcanzar su libertad.

Según Gómez, ha vivido en carne propia esta carencia de intérpretes, pues él solo sirve de apoyo en algunos casos que le solicitan del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI), antes Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI).

Sabe que para esta labor debería de haber traductores certificados y suficientes, “porque sólo en la lengua zoque sabemos que cuenta con siete variantes”.

Afirma que se requiere profesionalizar a los pocos traductores certificados que hay, también está consciente de que es imperioso sensibilizar a quienes imparten justicia.

“Muchas veces me han tocado casos, la verdad, difíciles, pero uno no puede interferir porque nos tienen para apoyar en la traducción, interpretar, no te apoyan para inferir o algo. Pero sí, veo, por ejemplo, a algunos jueces o ministerios públicos o personal del MP, que toma la declaración y a veces, al declarante le dice ‘eso no va’, cuando tiene todo el derecho de expresarse, de manifestarse, que quede plasmado en un documento”.

Y agrega, “le toma la declaración, (pero de) lo que me he dado cuenta, a veces, es que omiten ciertas declaraciones; ¿por qué?, porque siempre hay intereses, ¿no?, no sé si personales o no personales, pero sí los hay”.

Según información proporcionada por la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana de Chiapas, en la actualidad hay 4,672 personas privadas de su libertad en la geografía chiapaneca, de las cuales, 902 son de extracción indígena, distribuidas en 13 centros penitenciarios y un Centro Estatal Preventivo.

Además, la dependencia advierte que, de enero de 2010 a diciembre de 2021 sí ha aumentado la población indígena en los penales, aunque no especificó en qué porcentaje.

Adrián Gómez Jiménez estuvo en el lugar y en el momento menos indicado. El 3 de febrero de 2004 viajaba sobre la carretera del municipio de San Juan Chamula, a la altura de la comunidad Saclamantón, cuando un coche compacto gris, marca Sentra, le cerró el paso al taxi en el que se trasladaba acompañado de otras tres personas con las que trabajaba en una obra en San Cristóbal de Las Casas.

Del vehículo Sentra descendieron cuatro sujetos que se presentaron como agentes (la víctima no especifica si eran municipales, estatales o federales) que los inculparon de haber secuestrado a una persona llamada Gerónimo, cuyo carro fue hallado a poca distancia de donde estaban, con rastros de sangre.

En realidad, dice Adrián, lo que ellos fueron a hacer a Saclamantón era buscar a un curandero para que aliviara a la mamá de Agustín, uno de sus amigos.

Según él, luego del término de su jornada laboral, decidieron acompañarlo para que no fuera solo, pero por desgracia el “chamán” no estaba en casa, por lo que no quisieron esperarlo y casi de inmediato emprendieron el regreso.

Sentado en una silla de madera a las afueras de una galera improvisada que en cualquier momento podría venirse abajo, el indígena tsotsil originario del paraje Romerillo, de esa misma localidad chamula, recuerda que fueron llevados a la cárcel municipal donde un juez local los interrogó uno por uno, en un cuarto pequeño.

Como él negó en todo momento saber de lo que lo inculpaban, otros agentes que estaban en ese lugar lo golpearon. Luego le mostraron una garrafa de gasolina, “mira, si no hablas, ya sabes lo que te va pasar, te vamos a quemar”, era la advertencia. Pero Adrián se mantuvo firme en su verdad.

Como no confesó, un grupo de “mayoles”, como se les conoce a los policías de ese lugar situado en la región Altos de Chiapas, quienes portan un cotón de lana gruesa blanco y un marro de madera, lo llevaron a la base de la Policía Sectorial de la Unidad Administrativa en San Cristóbal de Las Casas, donde estuvo cerca de una hora.

Luego de hacer unos trámites en ese lugar, las mismas autoridades chamulas reiniciaron su traslado, tomando hacia la carretera vieja que conduce a Tuxtla Gutiérrez, donde policías judiciales ya los esperaban. Ellos se lo llevaron detenido.

Aunque en un principio Adrián fue arrestado por el secuestro de una persona, cuando lo presentaron ante la Procuraduría General de Justicia del estado en Tuxtla Gutiérrez, casi a la medianoche de ese mismo día, le cambiaron su situación legal: ahora era acusado por el homicidio de dos personas identificadas como Roberto Liévano Nájera y Alejandro de Jesús Utrilla.

En esa instancia, continuó el interrogatorio; de hecho, el peón de albañil no entendía todo lo que le decían o de qué lo inculpaban, porque no hubo un traductor.

Como se mantenía firme en no ceder, agentes de esa dependencia de justicia lo llevaron a un cuarto, le vendaron la parte de los ojos y le dieron vueltas para desorientarlo. Cuando Adrián solicitó a uno de esos policías que le mostrara una orden de aprehensión, sólo provocó más molestia.

La respuesta del servidor público fue contundente: “¡Aquí, pinche indio, tú te callas, nosotros aquí formulamos las preguntas, y tu deber es responder!”.

Posteriormente lo colocan en una silla, le amarran las muñecas de ambas manos hacia atrás, lo despojan de su camisa, zapatos, y lo golpearon en costillas, brazos y piernas.

Con la pérdida parcial de los sentidos, Adrián solo alcanzó a escuchar que sus torturadores dijeron “lo dejemos acá, no vaya a ser que se nos pase la mano”.

Aunque pensó que los castigos solo durarían un día, éstos se prolongaron por 72 horas. El segundo día le envolvieron la cabeza con una bolsa de plástico y, en medio de la desesperación y la asfixia, los judiciales continuaron con el castigo físico.

Lo que no soportó, al tercer día de tortura, fueron los toques eléctricos. “Pusieron agua en el piso, porque pega más con el agua”, cuenta el hombre de 41 años.

Cuando “medio reaccionó”, fue llevado a un escritorio donde le hicieron firmar un documento en el que aceptaba todo lo que le decían, como que había recibido 3 mil pesos por el “trabajito”.

“Ya ves cómo era fácil, te hubieras evitado de todos esos problemas”, le dijo uno de los agentes.

Antes de ser trasladado a la hoy extinta cárcel de “Cerro Hueco”, en Tuxtla Gutiérrez, Adrián pasó un mes a una casa de arraigo en la ciudad de Chiapa de Corzo, donde debería sanarse de las lesiones provocadas.

Ante el cierre definitivo de ese centro penitenciario, fue llevado al CERSS 14 “El Amate”, de nueva creación en esa época, donde permaneció encerrado 14 años.

En ese tiempo, Adrián entendió que la única forma de ser escuchado era por medio de la lucha. Por ello y con otros reos que se decían “chivos expiatorios”, formaron la agrupación “La Voz Verdadera del Amate”.

Una vez conformada la organización de lucha, el indígena tsotsil conoció a Juan Pablo, representante de la organización “Grupo de Trabajo No estamos todxs”, dedicada a velar y defender los derechos de las personas indígenas en situación de cárcel, y tiempo después, también recibió el respaldo del “Frayba”.

Como mantener una lucha representaba un peligro no solo para los directivos sino para otros reclusos, quienes conformaron “La Voz Verdadera del Amate” fueron reubicados a otros reclusorios. Adrián fue llevado al CERSS 5 de San Cristóbal.

Sin duda, acepta, fue un intento de apagar sus voces de reclamo. Pero no fue así. En esa prisión, ubicada en San Cristóbal de Las Casas, junto a los hermanos Germán y Abraham Montejo fundaron “La Voz de Indígenas en Resistencia”.

En 2019, junto a Marcelino Champo y Juan de la Cruz, entre otros reclusos, iniciaron una huelga de hambre demandando que sus expedientes fueran revisados. Después de eso varios quedaron en libertad.

No obstante, el último en quedar libre fue Adrián, el pasado 7 de septiembre de 2021. Libertad absolutoria que logró a través de un amparo, es decir, se reconoció que hubo violaciones a sus derechos, que nunca cometió el delito y además, le regresaron sus derechos políticos. Salió tres años antes de cumplir una condena de dos décadas.

Aunque el Grupo de Trabajo de Detenciones Arbitrarias de la ONU “alzó la voz” para que le resarzan todos los daños provocados, hasta la fecha, el gobierno chiapaneco se mantiene en deuda con él.

Y pese a que intentó rehacer su vida e incluso, consiguió un empleo en San Cristóbal de Las Casas, donde radica junto a sus dos hermanas, Cristina y Pascuala, la precariedad lo hará buscar mejores oportunidades en otro estado.

“Como ves acá, nuestra casita ya se está cayendo, por eso pienso marcharme, para construir algo digno, que puedan vivir digno”, insiste, quien además, nunca conoció a las presuntas víctimas del delito del que los acusaron.

Lo único que Adrián agradece de todo lo que vivió, fue que durante el encierro, aprendió algunos oficios como: tejer hamacas, elaborar “llaveritos”; aprender a hablar el español y concluir su primaria y secundaria, con lo que podría subsistir.

Pero la situación es más compleja de lo que parece. De los cuatro detenidos en aquel 3 de febrero de 2004, incluido el taxista (quien sólo purgó una pena de 4 años), quien sigue encerrado en el CERSS 5 es Vicente, pero no quiso unirse al movimiento de lucha porque recibió amenazas de los “precisos” o “voceros” (otros reclusos) para que no lo hiciera.

A pesar de que los números entregados través de una solicitud de información por la CEDH, sobre las quejas o denuncias recibidas en contra de servidores públicos por casos de tortura hacia población indígena, que indican que van a la baja en los dos últimos años, la imagen de las corporaciones policiacas, tanto de los municipios como del estado, sigue en “tela de juicio”.

“Pedro”, como se le llamará a un agente de la Policía Especializada de la FGE de Chiapas, quien aceptó ser entrevistado sobre el tema  con el resguardo de su verdadera identidad, advierte que la realidad es otra: siguen siendo, para él, los policías municipales, sobre todo de Tuxtla Gutiérrez, capital de Chiapas, los más violentos o “sucios” al momento de detener a las personas, sean mestizos o de pueblos originarios.

Según el entrevistado, le genera desconfianza y hasta cierto temor, trabajar en algunos operativos en conjunto con elementos de esa corporación, “ellos hacen detenciones en flagrancia, no como nosotros, por órdenes de aprehensión”.

Si los uniformados municipales observan a una persona en la calle, en estado etílico, la suben a la patrulla y la despojan de todas sus pertenencias, “si bien les va. Si mal les va, hasta les meten sus cachetadas, y ahí las dejan y ya no las ponen a disposición”, dice.

Aunque está convencido de que la tortura no es un tópico que se toque entre sus compañeros de la Policía Especializada, al menos no en la actualidad, deja en claro que al servidor público en Chiapas “no nos conviene violarle los derechos a un ciudadano, porque es más penado violar un derecho que cometer un delito. La penalidad se duplica”.

“Pedro” asegura que nunca ha incurrido en faltas graves, e incluso recuerda que hace como una década fue señalado de haber torturado a unos presuntos homicidas, lo que provocó que la autoridad competente le iniciara un proceso por ese hecho.

Sin embargo, agrega, solo se trató de una argucia del abogado defensor de los presuntos asesinos de una muchacha, en el poblado Guadalupe, municipio tojolabal de Altamirano, pues intentaba que, con una acusación en contra de un agente por tortura, sus defendidos pasaran menos tiempo en prisión.

En ese caso, las investigaciones arrojaron que “Pedro” no tuvo nada qué ver con los golpes que los imputados presentaban, sino que fueron los mismos familiares de la localidad y los lugareños, quienes los golpearon y estuvieron a punto de lincharlos.

En todo momento “Pedro” expone los conocimientos adquiridos en la práctica de su oficio y en las constantes capacitaciones que ha recibido a lo largo del tiempo, lo que para él, no es común en las corporaciones de las policías municipales, incluso en la misma Guardia Nacional.

Acepta que, a principios del año 2000, cuando aún el sistema penal era “fabricador de culpables”, sí fue testigo de casos de tortura. Vio cómo compañeros utilizaban las vendas para tapar la visibilidad a las personas, o las bolsas en la cabeza para asfixiarlas y que confesaran “a modo”.

Cansados de los abusos que, aseguran, las poblaciones tseltales del municipio de Chilón habían sufrido en décadas pasadas por la presencia militar, José Luis Gutiérrez Hernández y César Hernández Feliciano decidieron organizarse junto a todo el pueblo y frenar la instalación de un cuartel de la Guardia Nacional.

De hecho, todos los ejidatarios estaban comprometidos en mantener la paz en sus pueblos. Participaron en asambleas y otras acciones comunitarias, como la del 15 de octubre de 2020, cuando llegaron a la altura del tramo carretero de la localidad Temó, entre los municipios de Ocosingo y Chilón, e intentaron participar en un bloqueo con pobladores y autoridades comunales de los ejidos más grandes, San Gerónimo y San Sebastián Bachajón.

De inmediato, en la escena aparecieron funcionarios de gobierno y policías municipales de Chilón, encabezados por el comandante Melchor Sarahuz, quien es señalado por Luis y César de empezar a calentar el ambiente e inclusive iniciar con las agresiones. De hecho, en el sitio también participaron elementos policiacos ocosinguenses.

Ahí apareció la figura de Pedro Hernández, delegado de Gobierno Municipal, quien se puso agresivo y arrancó la manta de los manifestantes que decía: “No a la militarización del territorio”.

César Hernández Feliciano, originario de la comunidad San Martín Cruztón, perteneciente al ejido San Gerónimo Bachajón, tomaba un pozol, una bebida típica de Chiapas, en una tienda cercana a donde se gestaba el movimiento social, cuando de pronto sintió un garrotazo en la cabeza.

Fue aventado a donde estaban más elementos municipales, quienes lo golpearon en varias partes de su cuerpo. “De ahí no me di cuenta cómo me golpearon, cómo me torturaron, no me di cuenta porque prácticamente se me perdió la memoria”.

Por su lado, José Luis Gutiérrez Hernández fue arrastrado alrededor de 50 metros por varios policías de ambos municipios. En el trayecto a la góndola de una camioneta recibió una serie de golpes. La tortura física y psicológica duró alrededor de tres horas

José Luis, padre de cinco hijos, señala con el dedo índice de su mano derecha la cicatriz que se le formó en la cabeza producto de la golpiza, y advierte de otras secuelas: a más de un año y tres meses de ese suceso, no puede caminar bien.

“El dolor sigue aquí en mi espalda; ayer fui al doctor (el viernes 22 de enero de 2022), me puse muy grave desde antier. Me tomaron radiografía; según me dijo el doctor que en una parte del hueso (de la zona de la columna) hay está sangrada”, confiesa el oriundo del ejido Bahuitz Guadalupe, anexo del ejido San Gerónimo Bachajón.

César Hernández Feliciano advierte que, “se me va la memoria, haz de cuenta como que se pone negro todo. Se va todo, se borra todo lo que está. El pecho igual. Porque sí tuve golpes internos. No se vieron moretones, no se vio nada ese día, pero fueron los doctores de ‘El Amate’ los que me dijeron que fueron golpes internos”.

Según la versión de José y César, todo se originó porque en ningún momento les consultaron sobre si estaban de acuerdo o no con “militarizar” la zona, incluso, el alcalde reelecto, Carlos Idelfonso Jiménez Trujillo, alias “el Xolop”, fue señalado de “brincarse” la opinión del pueblo.

Aunque hasta el momento no está en funciones, el Cuartel de la GN ya fue culminado y se sitúa en el ejido San Sebastián, localidad de Jukultón.

Ese día, José Luis y César fueron trasladados al CERSS 14, “El Amate”, en Cintalapa, acusados por el delito de motín. Sin embargo, a los 15 días obtuvieron la libertad.

No obstante, y pese a las secuelas que presentan, tanto físicas como psicológicas, tienen que acudir cada 15 días a firmar al Juzgado de Distrito con sede en Ocosingo, localidad aledaña.

De hecho, se vieron forzados a dar la entrevista en esta última municipalidad situada en la región Selva de la entidad chiapaneca, debido a que aún están en proceso legal y solo pueden moverse de Chilón hacia ese pueblo.

La Encuesta Nacional de Personas Privadas de Libertad (ENPOL), desarrollada en el año 2016 advierte que el 63.8 por ciento de las personas encuestadas refirieron haber recibido agresiones físicas en una o varias de las siguientes formas: patadas o puñetazos, golpes con objetos, lesiones por aplastamiento, descargas eléctricas, quemaduras, violación sexual y lesiones con armas.

Además, el 75.6% de las personas indicó que fueron sometidas a violencia psicológica, mediante actos como: incomunicación o aislamiento, asfixia o sofocación para impedir respirar, entre otros.

De acuerdo con la Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, en su artículo 36, el Protocolo de Estambul es una de las vías mediante la cual se puede comprobar la existencia de esas prácticas ilegales.

Este manual, cuyo contenido se basa en un conjunto de orientaciones para la investigación y valoración de la tortura y malos tratos y, de esa forma, sancionar a los responsables, se tiene que aplicar por ley en las investigaciones. No sólo eso, los exámenes periciales tienen que aplicarse conforme al mismo.

No obstante, según especialistas en la materia, en Chiapas este Protocolo es desestimado por las autoridades competentes, principalmente por la Fiscalía Antitortura, dependiente de la FGE.

Jorge Gómez, abogado del “Frayba”, advierte que, sin duda el Protocolo de Estambul es una especie de “talón de Aquiles” de la justicia en Chiapas y añade que, prueba de ello, es que los mismos jueces chiapanecos solicitan a la organización civil efectuarlo.

“Tenemos por lo menos 60 solicitudes de jueces del Poder Judicial del estado de Chiapas (en un lapso de 3 años: de 2017 a 2020), solicitándole al ‘Frayba’, por la incapacidad institucional de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, de la misma Fiscalía Antitortura, de tener peritos especializados en la aplicación de ese instrumento.

“Es decir, los jueces acuden al ‘Frayba’ y nos dicen: ‘Apliquen el Protocolo de Estambul a estas personas. Y si no se lo aplican, los vamos a multar’. Como si el ‘Frayba’ fuera una institución del Estado, ¿no?

“Nos dicen, ‘es que, pues ya fuimos aquí, y nos dicen que no tienen peritos, y sabemos que ustedes sí tienen peritos’. Y pues eso es alarmante porque, una, nosotros no somos la autoridad, la autoridad debería ser la Comisión Estatal y la Nacional y la Fiscalía Antitortura, y no tienen personal”.

El Border Center for Journalists and Bloggers intentó conocer, a través de solicitudes de información, cuántas sentencias se han ejecutado en contra de personas indígenas de Chiapas y cuáles son los principales delitos que se les han imputado, en un lapso de enero de 2010 a diciembre de 2021.

Se buscó saber los casos de personas indígenas que en la actualidad están en la cárcel y que aún no reciben una sentencia, además de especificar, por cada año, el número de sentencias emitidas en contra de esa población indígena.

Sin embargo, la instancia a la que se dirigió la solicitud, el Tribunal del Poder Judicial del Estado-Consejo de la Judicatura, argumentó: “Se informa que, de manera estadística, no contamos con una variable que nos indique específicamente si la persona pertenece a una población indígena; partiendo de ese punto importante, no podemos desagregar la información”.

Esta misma petición se le hizo, vía PNT, a la Secretaría de Seguridad y Participación Ciudadana de Chiapas desde el pasado 14 de febrero, pero la solicitud aún está en estatus de prórroga; tiene hasta el 14 de marzo para contestar.

Este “hermetismo” en la información de las sentencias y otros detalles lo sabe bien Pedro Faro, director del “Frayba”, quien explica que es complicado obtener esos datos porque se carece de un registro público donde el ciudadano pueda consultar y acceder a estadísticas claras.

Lo que como Centro de Derechos Humanos tiene documentado, es que de 2017 a 2021, “digamos, son 121 casos que conocemos de personas que habían dicho que las policías, los fiscales, los operadores de justicia, habían actuado en su contra ejerciendo actos de tortura”.

Revela que a lo largo del tiempo se han dado cuenta de que cuando se acercan al sistema penitenciario, “con cualquiera persona que tú hables, te va decir que es inocente; (los reclusos) ellos mismos dicen que el 90 por ciento que están en el Cereso 5 son inocentes”.

No hay datos oficiales y no se pueden conocer todas las causas para saber si las personas son inocentes o no, refiere Pedro Faro, por lo que es difícil aseverar de manera tajante estas circunstancias, pero una de las cuestiones que como defensores de derechos humanos les queda claro, “es que en cada caso que nos metemos para analizar, para revisar su proceso judicial, se violan sus derechos en cualquiera de las etapas”.

Para Graciela Guadalupe Velasco Cordero, directora de Seguimiento de Recomendaciones y Atención a Grupos en Situación de Vulnerabilidad de la CEDH, por lo regular cuando las personas, incluidas indígenas, son víctimas de tortura, es porque cometieron algún delito o están imputadas como la comisión de algún delito.

“Entonces todo eso, pues nosotros aportamos, o se hace el protocolo, y se aporta como una prueba a favor de ellos y ellas, (es decir) que fueron víctimas de tortura”, puntualiza.

En la actualidad, dice, están por aplicar el Protocolo de Estambul a cerca de 14 casos, según ella, ninguno de pueblos originarios.

En respuesta a ese planteamiento de la mencionada autoridad de la CEDH, Pedro Faro, director del “Frayba”, externó que es aventurado decir si cometieron o no un delito, porque todo eso se refiere a partir de las investigaciones judiciales que debería hacer la Fiscalía.

El problema no es si se cometen o no los delitos, porque todos pueden ser potencialmente hechores o víctimas de uno de éstos, “aquí lo importante son las investigaciones que generen los operadores de justicia de una manera, como marca la ley, respetando los derechos humanos”.

En 2008, el indígena Alberto Patishtán Gómez marcó un precedente en el CERSS 14 de Cintalapa. Organizó una lucha para exigir justicia en su caso, y de esa manera germinó la organización “La Voz del Amate”. Un lustro después, durante el gobierno priísta de Enrique Peña Nieto, recibió el indulto presidencial.

El movimiento del maestro indígena tsotsil, originario del municipio de El Bosque, Chiapas, quien fue acusado y detenido por asesinar a siete policías, generó un precedente de análisis de expedientes, lo que “desempolvó” un cúmulo de violaciones a los derechos humanos y procesales de indígenas.

La lucha inspiró a otros reos, como los hermanos Germán y Abraham López Montejo, originarios de Pueblo Nuevo Solistahuacán, quienes también fueron “jalados” a esa agrupación y aún tienen la esperanza de salir de prisión, como ocurrió con otro de sus compañeros, Juan de la Cruz, en 2019, tras efectuar una huelga de hambre.

En una visita a este penal, ubicado como a 10 kilómetros de San Cristóbal de Las Casas, se constató que los hermanos mantienen un campamento de resistencia en un espacio verde conocido como “área especial o encamado”. Desde ahí, auguran que la justicia los voltee a ver y, como a Patishtán, los dejen libres.

Como en los anteriores casos, a Germán y a Abraham también los detuvieron de forma arbitraria. Sucedió el 17 de enero de 2011 en el Parque Central de su poblado. Los agentes nunca les mostraron una orden de aprehensión, también fueron torturados y, para colmo, no hablaban ni un poco el español, solo su idioma, el tsotsil.

Sentado en una casa de campaña cuyo techo está “construido” de cobijas para frenar el frío que cae con fuerza, Germán, vestido de sudadera gris de la marca Nike, pantalón de mezclilla y una gorra negra con el estampado de una Virgen de Guadalupe, recuerda que durante la tortura le enterraron una aguja en uno de sus ojos.

Mientras conversa, de su ojo izquierdo escurren lágrimas por algunos lapsos. Son las secuelas de los tratos crueles a los que fue sometido junto a su hermano, para aceptar un asesinato que no cometió.

Como otros indígenas, a ellos también les pusieron bolsas en la cabeza, pero éstas estaban llenas de agua; asimismo, los acostaron en una colchoneta con agua y los electrocutaron.

En un instante, Susana de la Cruz, hermana de Juan de la Cruz (mismo que en el 2019 obtuvo su libertad por la huelga de hambre que hicieron en ese centro penitenciario) y quien está presente en la entrevista a los hermanos Montejo, recuerda que los policías que los golpeaban hallaron las credenciales de elector de cada uno e imitaron sus firmas, las cuales estamparon en un documento auto inculpatorio.

Entre otras irregularidades, nunca les facilitaron un intérprete y los mantuvieron 28 días en arraigo en una finca conocida como “Pitiquitos”, en Chiapa de Corzo, donde, al igual que el indígena de San Juan Chamula, Adrián Gómez Jiménez, se tenían que recuperar de las lesiones provocadas.

Por momentos, los indígenas tsotsiles, que apenas superan los 30 años de edad cada uno, se quedan callados, como pensativos, pues saben que su sentencia no es sencilla: les dieron 75 años de encierro.

Con base en la información proporcionada por Susana, los abogados que llevan el caso supieron en su momento, que las autoridades abrieron dos carpetas de investigación donde les otorgaban medio siglo de prisión a cada uno; sin embargo, como solicitaron la apelación, lo que recibieron en respuesta fue un aumento de sentencia.

El tiempo transcurre y la situación es más compleja. Hace un año sus esposas decidieron dejarlos porque se cansaron de seguir en esa búsqueda de su libertad. Pero el golpe emocional para ambos es mayúsculo, ambos tienen tres hijos a los que no ven desde hace meses y sólo los escuchan de vez en cuando, a través de una llamada telefónica.

Abraham, vestido con una chamarra verde, solo habla por momentos; el que más dialoga es Germán, quien se da tiempo de presumir a su mascota llamada “Peluco”, un gallo que logró criar dentro del penal, mismo que, como un perro, obedece a su amo cada que éste le habla.

Ambos hermanos están deprimidos. Saben que será difícil regresar a Pueblo Nuevo Solistahuacán, vivir en sus casas y cultivar café, como lo hacían antes en sus parcelas. La incertidumbre crece porque, coinciden, si obtienen su libertad no sabrán a dónde ir, qué hacer.

Sin embargo, Susana de la Cruz y su mamá, doña Eva Ruiz, interrumpen y advierten, “acá nos tienen, nosotros somos ahora sus familias, y cuando salgan, porque van a salir, se irán a nuestra casa, y de ahí ya vemos qué hacemos, qué buscamos”.

Susana de la Cruz y su madre no han dejado de acudir a visitar a los presos que participaron en esa lucha de “La Voz del Amate”, entre ellos Marcelino, quien está recluido en el CERSS de Comitán y quien también fue parte importante de la lucha.

La libertad de Germán y Abraham podría estar cerca, pues el Colectivo de Trabajo de la ONU emitió un documento, apenas el año pasado y con el apoyo del “Frayba”, para solicitarle al Estado mexicano la libertad de los hermanos, cuyos expedientes están plagados de inconsistencias y abusos.

Tras obtener su libertad, Juan de la Cruz, originario de la comunidad Majomut, municipio de San Juan Chamula, tuvo que salir del país para buscar una mejor calidad de vida, pero sobre todo, un refugio, debido a que las amenazas de muerte aún eran latentes. Su libertad “caló hondo” al sistema, y a los propios familiares de la víctima de homicidio.

Juan, detenido en el 2007 con apenas 22 años de edad, es sobreviviente y víctima de tortura por parte de las autoridades de la Fiscalía del Estado, en ese entonces Procuraduría de Justicia, quienes lo acusaron de homicidio calificado, con sentencia de tres décadas de encierro, sin embargo, pasó 11 años en esa condición sin que se le dictara una sentencia.

Entre las acusaciones también estaba el delito de extorsión, por el cual le dieron cinco años.

Aunque salió libre el 9 de diciembre de 2019, se descubrió que la Mesa de Reconciliación del estado, por medio de la cual el Estado se compromete a estudiar los casos de personas sentenciadas o encerradas durante el viejo sistema de justicia penal, tenía una resolución desde el 2016, en donde le otorgaban la libertad sin que ésta se cumpliera.

Según Susana de la Cruz, no sólo su hermano, también ellos, como familiares y los mismos abogados defensores, vivieron un verdadero calvario. Las amenazas de muerte eran constantes para todo el Colectivo de Familias que acompañaban a sus parientes presos en esa búsqueda de libertad y justicia.

Rememora que desde su detención se sintió el terror. Al menos una decena de elementos policiacos tiró las ventanas y la puerta de su casa, golpearon a su cuñada, quien estaba embarazada y, semidesnudo, subieron a su hermano a una camioneta, donde lo empezaron a golpear en todas las partes de su cuerpo.

El modus operandi de la policía torturadora era el mismo: golpes, el uso de tehuacán con chile en la nariz, introducción de una bolsa en la cabeza, hasta recibir descargas eléctricas.

Cuenta que su hermano, indígena tsotsil, pero que sí hablaba bien el castellano, se desmayó dos veces durante ese tiempo y cuando reaccionó le pidieron dinero. “Le dijeron, ‘bueno, muchacho, si quieres vivir, nosotros te podemos dejar ir, a cambio de que nos des 80 mil pesos’. Mi hermano les dijo ‘yo no tengo esa cantidad; yo soy una persona pobre, que no cuenta con ese recurso’”.

Pero el proceso también se plagó de mentiras. Hubo testigos falsos que aseguraban que Juan y otros tres hombres habían visto cómo tiraban el cuerpo de la persona en La Milpoleta, municipio de San Juan Chamula, cuando en esa ocasión, el indígena tsotsil estaba en Comitán, donde vendía artesanías junto a su madre.

A pesar de que la justicia llegó 13 años después, Susana espera que otros presos logren lo que su hermano y de esa forma tratar de comenzar de nuevo.

Aunque el Protocolo para Juzgar Casos de Tortura y Malos Tratos se establece que la reparación del daño a las víctimas de tortura contempla puntos importantes, como restitución, rehabilitación, compensación, satisfacción, no repetición y obligación de investigar, la realidad en Chiapas es más oscura.

Prueba de ello es la nula información en la Comisión Ejecutiva Estatal de Atención a Víctimas (CEEAV).

En una solicitud de información por medio de Transparencia dirigida a la CEEAV, con folio 072481722000005, sobre cuántos casos de indígenas liberados se tienen registrados a quienes se les debe resarcir el daño tras lograr su libertad, la instancia argumentó: “No se cuenta con la información requerida en razón de que no se conoce el total de personas indígenas liberadas al comprobarse su inocencia en el delito imputado”.

Pese a la negativa, el Centro de Derechos Humanos “Ku’ Untik” advierte que en la actualidad lleva el seguimiento legal del caso de Marcos y Guadalupe, personas tsotsiles originarias de Simojovel, mismas que estuvieron presas 18 años, sin recibir una sentencia.

Eran militantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y fueron detenidos, torturados y obligados a firmar una declaración autoinculpatoria por haber secuestrado a cinco personas.

Aunque al cumplir 16 años de prisión, ese Centro de Derechos Humanos amparó a los imputados, hubo dilación para liberarlos. Transcurrieron otros tres años.

De hecho, advierte Diego Cadenas Gordillo, director de “Ku’ Untik”, consiguieron una recomendación ante la CEDH por tortura. “Esa recomendación está siendo, ahora tema de tratamiento en la Comisión Ejecutiva Estatal de Atención a Víctimas, estamos en espera de la reparación integral de los daños, pero es un tema que pensamos llevar al Sistema Interamericano o a Naciones Unidas, con el relator especial contra la tortura, porque es un tema que siguen viviendo otras personas”.

El también exsecretario ejecutivo del Consejo Estatal de los Derechos Humanos, hoy CEDH, manifiesta que, si la CEEAV no puede resarcir el daño, por ley le correspondería a la FGE.

Sin embargo, cree que es complicado porque la CEEAV fue creada alrededor de dos años atrás, y no sólo carece de presupuesto, sino de personal y otras cosas. “Es una instancia minada”, dice.

En ello coincide Pedro Faro, director del “Frayba”, quien asegura que como ese organismo no tiene presupuesto, no quiere reconocer a las víctimas, porque en el momento de hacerlo estaría obligado a garantizar cuestiones de traslados, de salud, “todo lo que se genere de su proceso judicial, también en cuanto a gastos de transporte y demás”.

“Estela”, como se le llamará a una ex perito forense del CEEAV que prefiere el anonimato, advierte que esta Comisión “siempre ha sido ‘pura pantalla’, porque incluso yo me molestaba porque no tenía nada qué hacer, llegaba y no había chamba”.

Ejemplifica que, cuando laboró ahí durante el año pasado, revaloró muchos casos de víctimas de violencia familiar o de parientes de víctimas de feminicidio, “solo yo atendía 300 casos de estos últimos, pero sólo llegaban a desfilar, y (las autoridades) nunca les dieron seguimiento, por eso digo que esa Comisión de Víctimas es pura pantalla; y, por ejemplo, yo veía que los del ‘Frayba’ llevaban todo en orden sobre víctimas de tortura, pero no prosperaba nada”.

Luego de dejar en claro que las autoridades solo resolvían casos mediáticos, a los que les daban acceso a un fondo económico, recuerda que, durante el año que estuvo ahí, sólo le brindaron apoyo a 16 casos.

A través de la solicitud de información por medio de la PNT, con el folio 070136722000066, se conoció que la Fiscalía Antitortura ha recibido un total de 45 millones 477 mil 610.93 pesos del año 2018 a 2022, los cuales se utilizan en cinco rubros: servicios personales, materiales y suministros, servicios generales, bienes muebles e inmuebles y subsidios.

La FGE proporcionó datos a partir de 2018 porque de 2010 a 2017 no existía esa instancia como tal. Incluso, en 2018 aparece como Fiscalía contra la Tortura.

El mayor presupuesto se ha destinado entre el año pasado y el actual, el primero con más de 10 mdp y el segundo con cerca de 11 mdp.

Sin embargo, para Pedro Faro, del “Frayba”, esta instancia no tiene voluntad, “lo que vemos es que esa Fiscalía, en lugar de ser un facilitador para que los casos avancen, porque ellos tienen abogados al respecto (no pasa nada)”.

Incluso, el “Frayba” ha defendido decenas de casos. El año pasado fueron cerca de 16 “que nosotros hemos impulsado, y están truncados ahí, no hay avances”.

En dos ocasiones fueron solicitadas entrevistas al área de Comunicación Social de la FGE con algún encargado de la Fiscalía Antitortura, pero hasta la fecha no ha recibido una respuesta.

Ante este panorama, Francelia Estrada Valdez se cuestiona, “¿quién resarce los daños a estas personas, a Víctor (Hernández, su defendido)?, (porque) sus derechos políticos fueron violentados, sus derechos humanos fueron violentados en todos los ámbitos: alimentario, de salud, de seguridad, de vivienda; pues, de todo. Es un catálogo bastante grande el que podríamos definir al que ellos estuvieron sometidos, y pues, sobre todo, y lo más importante, que tiene un ser humano, su dignidad humana”.


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